viernes, 10 de enero de 2014

Oxidado






Dos meses sin emborronar una hoja es mucho tiempo, demasiado para alguien que descubrió que no hay mejor bálsamo para las heridas que plasmar sentimientos en una hoja en blanco. Hoy es el día en el que me vuelvo a aferrar a ese ungüento milagroso que todo lo cura, a ese rincón donde en ocasiones de manera directa y otras de forma indirecta afloran mis miedos, mis ilusiones, mis metas y mis fantasmas. Vuelvo al lugar del crimen, a ese callejón oscuro que se ilumina con cada palabra vertida en sus contenedores descubriendo una silueta dibujada con tiza en el suelo, una silueta con los brazos extendidos buscando un abrazo que se parece sospechosamente a la mía.
 Esta noche no voy a dejar caer el peso sobre un desconocido que ni si quiera existe, hoy todo el peso caerá sobre mis hombros; hombros que se encojen de una manera instintiva, como si supieran que la carga a la que se les va a someter es demasiado para ellos, como si no quisieran transportar la pena que  pertenece a otras partes del cuerpo. Están cansados de cargar con sueños del corazón, con "pajas mentales" de una cabeza cada vez más loca. Hoy, esos hombros se sienten cargados, pesados, saturados...necesitan sentir otra cosa, necesitan verse rodeados por otros y fundirse en un abrazo.
 Como en otras ocasiones, mis dedos paran, como si no quisieran escribir las palabras que les dicta el cerebro, se niegan a escribir unas letras cargadas de razón que no pueden hacer otra cosa que abrir los ojos y terminar con un sueño diurno que se convierte en pesadilla cada noche.
 Es demasiada condena para un reo que solo cometió el delito de ser como es, de sentir algo que nunca tuvo que sentir y de aferrarse a historias estúpidas y falsas como las que normalmente escribe, cuentos que solo existen en su cabeza y que ni el mejor de los psicólogos sería capaz de darles un sentido.
 No soy impermeable, aunque durante mucho tiempo pensé que sí. Me confié y no me dí cuenta que las grietas estaban dentro, que la lluvia exterior era una fina capa de agua bendita comparada con la tormenta que rompía con fuerza en mi interior. Y claro, si hasta las piedras más duras se rinden a la fuerza del agua mi corazón no iba a ser menos...
 Y ahora, solo queda secarlo al sol, deseando que en el proceso no se agriete o se convierta en un corazón oxidado.

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